miércoles, 6 de febrero de 2008

Las fotos en mi pared

¿Cuánto se tarda en sentir un lugar como propio? Imagino que depende de muchas cosas... Yo tengo la necesidad casi fisiológica de 'personalizar' los lugares a los que me encuentro unido. Los hago míos. Y es que me resulta de lo más inquietante la sensación de meterme en la cama rodeado de paredes desnudas, con su amenazante vacío o, peor aún, repletas de pequeños vestigios de vida anterior, imperceptibles a primera vista pero que van surgiendo ante tus ojos poco a poco: aquí el agujerillo dejado por una chincheta, allá la marca amarillenta de la cinta adhesiva, por el otro lado un resto paduzco de procedencia insondable... No puedo evitar subirme el edredón hasta los ojos mientras pienso en qué pendería de la chicheta, qué habría adherido al adhesivo resto, qué demonios será eso marrón pegado al gotelé. Y por eso me defiendo atacando: a la primera ocasión que tengo, me lanzo a cubrir las huellas del prójimo con huellas más propias. Napoleón estaría orgulloso de mí. Soy más bien barroco antes que minimalista, lo que implica que me suele dar por la falta de mesura en lo que se refiere a decorar los lugares que quiero hacer míos. Mi última morada madrileña tuvo un tabique completamente empapelado de antiguas fotos. Todo tipo de gentes, lugares y situaciones me daban las buenas noches y me saludaban luego al despertar, haciendo de mi aventura madridense algo más humano, cercano y -por qué no- caóticamente mío.

Aquella habitación se cerró y yo emprendí de nuevo camino en pos de nuevos anhelos más o menos tangibles, y al cierre aquel siguió un nuevo comienzo, incluyendo nueva habitación, nuevas paredes y nuevos vacíos que desterrar. En un principio estuve tentado de recuperar el horror vacui anterior, trasladando el éxtasis fotográfico a los nuevos tabiques... Pero hete aquí que la naturaleza humana es a veces inescrutable y, de todo aquel montón de fotos que venían en mis maletas sólo unas cuantas decoran ahora mis muros. El porqué de que sean tan pocas aún no lo conozco, el porqué de que sean las que son es algo que quisiera explicarles, si tienen ustedes a bien acompañarme por tan insólito relato.

Una de ellas es ésta. Es Navidad del 2003, alrededor del veintitantos de diciembre. Es Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam. Es un cielo cubierto, es la lluvia tras el cristal. Afuera el frío y el viento húmedo, y a este lado del cristal una burbuja de calor y silencio, atemporal, propicia para la nostalgia y los sueños. La silueta es María ante la ventana, con la mirada perdida. Pero es más que todo eso: es el momento. Es el momento en que las maletas están facturadas, en que el avión espera y la lluvia invita a dejar la imaginación volar a sus anchas. Regresamos a casa. Por delante quedan días de descanso en los que ver a los amigos y la familia, en que contaremos mil veces las aventurillas de nuestra vida holandesa. Frente a la montaña rusa de incertidumbres de los meses recién pasados estamos en un momento de certezas: certeza de quién somos, certeza de lo que hacemos, certeza de dónde vamos y por qué queremos regresar.

Hay momentos que quedan adheridos en la retina y la memoria. A veces, una cámara providencial sabe colarse oportunamente y fijarlos en papel. Por eso, un fragmento de mi pared está cubierto por 10 x 15 centímetros de aquel instante en que por nada del mundo me habría cambiado por nadie.

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