sábado, 2 de febrero de 2008

El fotógrafo detrás de la foto



Me juego la colección de tapas de petisuís a que ya conocéis esta foto: se titula ‘Muerte de un miliciano’ y pertenece a Robert Capa. Eso es lo que está claro; lo que quizás no lo está tanto es todo lo que sigue: si realmente se trata de un miliciano, si realmente muere ante la cámara, si realmente está tomada en Cerro Muriano… Es una de esas fotos a las que rodea la controversia desde el mismo momento que salieron de la cubeta de revelado, o casi. Y es que hay tantos amantes de su fuerza expresiva y de cómo retrata la crudeza del momento como detractores que atacan su oportunismo y ese supuestamente milagroso sentido de la oportunidad del autor para encuadrar, enfocar y disparar justo en la décima de segundo fatal. Pero es que justamente esto suele ser el bagaje que acompaña a los iconos. Y esta foto, indudablemente, lo es.

Como con la foto del Ché Guevara de Korda, igual que con la no menos célebre aquella de los marines erigiendo las barras y estrellas en Iwo Jima: aquí el icono, aquí la polémica. ¿Cuál es la respuesta? Pues, a mi parecer… no importa. Porque el icono es sólo la fachada, la portada, el rótulo de neón que atrae la atención al interior de la librería. Porque si es Federico Borrell quien muere en la foto o si es todo una pose fingida carece de importancia cuando se mira más allá. Y más allá hay toda una galaxia de imágenes, el trabajo de toda una vida de un fotógrafo cuyo objetivo se ha convertido en el ojo por el que el mundo mira con asombro hacia algunos de los acontecimientos que cambiaron la historia.



Endre Ernö Friedmann, el húngaro que tomaría el nombre de Robert Capa por la necesidad de tener un nombre más atractivo, más comercial, más americano a los ojos de los editores –no es casualidad que se parezca tanto al apellido del afamado director de cine Frank Capra. El hombre tras la cámara. Toda una personalidad en la época: no sólo revolucionó –casi se puede decir que inventó- una nueva forma de concebir la figura del reportero de guerra, además fue toda una celebridad en la crónica social de los convulsos mediados del pasado siglo: fundador de la mítica Agencia Magnum, amigo de Picasso, Steinbeck, Hemingway, amante de Ingrid Bergman, protagonista de algún cameo en las pelis de algún director de cine y camarada de copas… se movía con igual maestría por los frentes bélicos que por los clubs más selectos del planeta. Todo un personaje que cimentó su mito en su manera de llevar una cámara hasta los lugares en los que nadie había mirado antes porque nadie quería ver: esos lugares en los que, durante un instante concreto en la historia del tiempo, los seres humanos aplican toda su brutalidad y toda su inteligencia en aplastar minuciosa y despiadadamente a otros seres humanos. Fue entonces noticia y hoy es historia, y es su leica el agujerito por el que la humanidad entera se asoma a aquello que hicimos y nos hizo como somos.

La Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, la primera Guerra de Indochina (Vietnam)… Se le atribuye la popular máxima aquella de “si tus fotos no son suficientemente buenas es porque no estabas suficientemente cerca”. Y sus fotos eran indudablemente buenas, muy buenas. Lo que significaba estar muy, muy cerca para un tipo que trabajaba sin teleobjetivos: cuando se ve un soldado al lado de su cámara podéis creer que realmente estaban hombro con hombro. Cubrió el desembarco en Normandía, el legendario D-Day, para la revista Life y, fiel a su lema, no se le ocurrió mejor método que ir en las mismas lanchas de desembarco en la playa de Omaha, como un soldado más. El mismo Steven Spielberg ha reconocido que sus fotos de aquel día fueron su inspiración fundamental a la hora de recrear la magistral secuencia del infierno del desembarco en ‘Salvar al Soldado Ryan’ Si habéis visto la peli podréis recordar el nudo que se crea en el estómago cuando uno se identifica con aquellos pobres chicos metidos en la barcaza que se acerca a una playa infestada de ametralladoras, plagada de balas que zumban como avispas letales buscando su carne. El miedo atroz ante una muerte real, presente, que aguarda en horas, minutos o segundos. Saber que todo lo que uno es va a quedar expuesto, sin más resguardo que el propio pecho, la piel y la sangre, al azaroso tino de un chaval, otro como tú pero con uniforme alemán, que a los 19 años llora de miedo lejos de su casa para verse aferrado a una ametralladora al rojo vivo ante la aterradora visión de una invasión imparable que se dirige hacia él. Y, entre aquella carnicería de chicos aterrados, entre las explosiones y las balas, entre los ríos de sangre y los gritos de agonía, un húngaro correteando sin más armas que sus cámaras y sus rollos de película. Y saliendo vivo para contarlo, para mostrarlo si no hubiera sido por esas ironías del destino: se dice que el chico del cuarto de revelado de la revista Life fue presionado para que tuviera los negativos listos en el menor tiempo posible, por lo que subió la temperatura del secador eléctrico… El resultado es que, de los 106 disparos, sólo se salvaron once fotogramas. La revista Life los publicó inmediatamente, incluyendo en el pie de foto a modo de explicación por el mal estado de las imágenes que la emoción del momento había sobrecogido al fotógrafo y por lo tanto las imágenes estaban ligeramente desenfocadas. Años después, el propio Capa daría una muestra más de su irónico sentido del humor cuando escogió para sus memorias de la guerra precisamente ese título: Slightly out of focus (ligeramente desenfocado).




Sin embargo, las fotos que posiblemente fundamentan el mito de Robert Capa son las que hizo en la Guerra Civil española; su primera guerra, en la que se entregó como un niño idealista, tomó partido –por los republicanos-, se enamoró y sintió el dolor, la desesperanza, el vacío y la miseria de la mano brutal de la ceniza. Capa llegó con su amante Gerda Taro, una fotógrafa mucho más experimentada con la que vivía en el dulce París de preguerra, y la guerra se la arrebató cuando ella cubría el frente de Brunete. Capa vivió nuestra guerra haciéndola suya, implicándose, viviendo con los milicianos en las trincheras y con la gente en los refugios, retirándose en triste huida con los refugiados que dejaban atrás la derrota; siendo una vez más el fotógrafo fiel a su famosa frase: acercándose. De aquello nos queda la foto de Cerro Muriano, el icono, la controversia. Y, para quienes quieran mirar más allá, todas las demás: las que nos permiten ver a las gentes en las colas de racionamiento de la retaguardia, a quienes corren en el frente sin querer mirar los cadáveres que podrían ser ellos mismos, a la Cibeles entre sacos terreros, a los niños que buscan unos padres que no volverán. Nos permiten ver a nuestros abuelos, a nuestros padres o a nosotros mismos, porque las fotos de Capa son nuestro propio álbum familiar. Hace años Hache supo acertar regalándome un libro de algunas de estas fotos, que atesoro el alguna estantería de la que procuro no separarme demasiado. Ella no sabe aún cuánto se lo agradezco.

La democracia, esa supuesta panacea del gobierno de los pueblos en paz, necesita hoy de ciudadanos informados cuyos votos dirijan los caminos. Gracias a gente como Endre la utopía de que los ciudadanos tengamos ojos desde los que ver, opinar y juzgar es posible. Hace 54 años que Capa murió tras pisar una mina en la Indochina francesa (actual Vietnam) de la única manera que sabía hacer las cosas: acercándose. 54 años después, esta semana los periódicos en los que trabajan quienes siguen su ejemplo nos contaban que ha aparecido una maleta en México con más de 3000 de sus fotos inéditas. Una maleta abandonada ante el avance de los nazis sobre París y cuya historia desde entonces hasta su reciente aparición resulta tan increíble como todo lo anterior. Desde ahora, nuestro álbum familar tiene 3000 fotos más en las que vernos, reconocernos y aprender a entendernos.

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