lunes, 3 de marzo de 2008

¿Que por qué está triste la princesa?

Intentaré no ponerme tristón ni pesao si os cuento que todo empezó hace ya una perchá de años, una tarde en la casa paterno-materno-cacereño-vecinal de Miguel, donde coincidimos tres flipadetes y tres guitarras; a saber: el propio Onti, el gran Lemo y el que suscribe. Y ahí andábamos, perdiendo el tiempo entre punteos más o menos improvisados e intentos de sonar medianamente en conjunto. Mentiría si no reconociera que yo, fundamentalmente, me limitaba a observar: si Miguel ha sido desde siempre mi medio-hermano, bien cierto es que en cuestiones guitarrísticas era él mi medio-hermano mayor y yo el pequeñajo e inexperto que le sigue a rebufo. Suyas fueron las primeras seis cuerdas que cayeron en mis manos: caja española de madera agrietada por la calefacción del edificio en el que ambos hemos crecido, con pegatinas en los trastes para no tener que contarlos una y otra vez. Aquella con la que una vez sentí ese bicho que te entra en las venas para ya no salir la tarde en que consigues poner juntos tres dedos de la mano izquierda en forma de Re-m y medio reconoces la sombra de una canción que, pese a difusa, te vibra mucho más dentro que todas las otras veces que simplemente la has escuchado en otra guitarra y otros dedos. Aquella guitarra suya, generosamente prestada y no devuelta hasta mucho tiempo después, cuando fue a parar a otro principiante que, casualmente, también se encontraba allí la tarde que os cuento. Y es que hubo también un tiempo en que Lemus no sabía lo que era una cejilla, y hasta presumí alguna vez delante de él machacando algún punteo torpe –nunca fue más cierto aquello de ‘dime de qué presumes…’. Pero eso había sido mucho antes, y el más principiante de los tres hacía tiempo que me había adelantado con creces –digamos mejor que me había dejado tirado en la cuneta y en calzoncillos. De eso me había dado cuenta un día que oí al maese Onti diciendo no se qué de un cabrón que había pasado de pedirle una guitarra a lucir acordes para los que los mortales tendríamos que dislocarnos de tres a cinco dedos. Y ese cabrón no era otro que Lemus, quien había saltado del nido de los aprendices, de las tablaturas y los fascículos, para volar con bluses de 12 compases. Así que allí estábamos los tres, el maestro y el alumno aventajado improvisando unos solos mientras un servidor trataba de no molestar y de aprender algo también. Fue entonces cuando, recogiendo ya las guitarras, el señor Lemo encadenó un puñado de acordes por quintas y tarareó aquello de ‘… y qué le voy a hacer si no te gusta el blues, si es viernes por la noche y tú no vienes… y no tengo canal plus…’

‘Hey, eso mola!’ –dije yo. Y lo repetí después, otra tarde cualquiera cuando estando en el sueño de mi erasmus holandés alguien me pasó por mail el mp3 aquel que comenzaba tan meteorológicamente con aquello de que las bajas presiones te están matando. ‘Tengo unos amiguetes… tocamos en el colegio mayor…’ -me había explicado Slowhand Lemus, despertando en mí una curiosidad de lo más pertinaz. Desde entonces repetí muchas más veces mi creciente fervor por semejante comunión entre lo mississipesco y el Manzanares más castizo, y me encargué de que todo dios oyera el temita, todo orgulloso yo de conocer un bluesman de los de verdad, aunque él insistiera en que el swing se limitaba a los muros de la residencia madrileña.

Al poco tiempo abrí los ojos para ver que ya no recorría canales holandeses, y quisieron las circunstancias verme convertido en titular de un abono transportes y participante, como buen recién llegado a la capi, de aburridas e intrascendentes discusiones sobre qué atasco era más divertido coger a primera hora de la mañana. Y volví a verme rodeado por el misterio del invierno castellano, frío y seco, cuando llamé al Gato con el ánimo de que me sacara de casa y me enseñara naves ardiendo más allá de Orión y aquellas otras cosas que los de provincias habíamos oído sólo se pueden ver en la gran ciudad. Había llovido mucho desde el principio de esta historia, y aquella noche llovía aún lo de octubre pese a estar ya en febrero. Fue así como aparecí en el Johnny, a los pies del escenario sobre el cual aprendí cosas de los grandes Mesías que en mundo han sido: Muddy Waters, Steve Winwood, James Brown, Steve Wonder… Aprendí cómo es la morcilla de Burgos, aprendí cómo baila Paula Abdul en los campamentos de verano, aprendí lo recto y profundo que puede llegar a ser un surco remolachero, aprendí que te echo tanto de menos y que no hay como alzar el puño y gritar gustoso que soy negro y, por supuesto, estoy orgulloso.

No sé cuántas veces habré oído a Lemo darme las gracias por aparecer entre la muchedumbre que se agita al pie del escenario. Gracias? Eso se lo dirás a todas! Mira primo, no sé cómo se verá el mundo desde allá arriba en el escenario, pero aquí abajo se está que no veas. No preguntes cómo, pero el Johnny, Mynt, LaMala, Bourbon Café, Galileo, Bar&Co, Clamores… se convirtieron en lugares de culto y fechas señaladas en rojo en el calendario, acontecimientos imposibles de obviar, y ello fue tanto por los que estabais arriba como por los que nos reuníamos abajo. Allá donde sonaba una armónica dentro de una lata de aceitunas era un lugar donde aparecías y te encontrabas, sin haber llamado a nadie, con esa troupe alucinante de locos que bailaban y cantaban a vuestros pies hasta que se apagaban las luces y más allá. Aunque no nos veamos nunca, nos conocemos todos. Y es que ya fuera viviendo en Madrid o bajando los 250 kms de A-6 que nos separaban desde que volví a cruzar el Tormes, fuisteis siempre la excusa perfecta, la mentira más sincera para encontrarme de nuevo con gente a la que echar de menos cualquier martes por la noche. Mi familia remolachera.

La Coope, acojonanting banda de blues, rythm and blues, funk, soul y rock and roll, dio su último concierto el pasado viernes en el escenario que les vio nacer a ellos y sudar a nosotros. Pasa el tiempo, nos hacemos mayores, aguardan Pamplona y mil y una sorpresas, según cada cual. Y qué le voy a hacer si hago siempre trampa al mus…


¿Que por qué está triste la princesa?

Porque no conoce a la única… la inigualable… la sexy, sensual, sexual, embarazante y anticonceptiva… la cacereña y madrileña, la burgalesa y taiwanesa… la que te lame las botas… la que miente cuando besa…

¿Qué por qué está triste la princesa?

Porque no conoce a

La Cooperativa Remolachera.



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