lunes, 31 de marzo de 2008

Ciento setenta mil kilómetros


170.000 kilómetros y ni uno más. Bueno, quizás alguno sí, pero por ahí anda la cosa. Ciento setenta millones de metros recorridos dan para mucho. Dan para ir y volver de Cáceres a Leiden cuarenta y tres veces y media. También podría haber dado algo más de medio millón de vueltas a la Plaza Mayor de Salamanca o haber hecho 4028.91 veces la maratón olímpica. Lo cierto es que en mis ciento setenta mil kilometrillos no se contó nunca ninguno de estos periplos, pero sí otros muchos: una huida por los pelos de la nevada más increíble en Picos de Europa, varias escapadas bercianas, incontables subidas y bajadas a exámenes o a jugar pachangas de básket, por no contar atascos, prisas mañaneras y alguna mudanza. En fin, que podría estar aquí toda la noche y la lista apenas quedaría empezada. Hay muchos sitios a los que llegar en coche, y más cuando es tu primer coche, y mis primeras cuatro ruedas me llevaron tan lejos que muchos de esos viajes no se pueden cifrar en metros, leguas ni pies. En él me refugié en más de una noche de lluvia, tras sus cristales vi desfilar océanos de luces remotas en la oscuridad de la carretera que, como el hilo del ovillo, nace y muere en un abrazo. Huí de la tristeza, adelanté a mis sueños, dejé atrás caricias y penas. Soñé que era libre y que las distancias no eran más que los mares que cortaba como un capitán pirata a tres mil revoluciones por minuto de viento en mis velas blancas. Amé, canté, lloré y, sobre todo, volé lejos, muy lejos.

169.999 kilómetros se acumulaban en las ruedas de mi viejo corsina supersónico cuando empecé a rodar el último tras un camión que me salió al paso, a lo lejos, traicionero y envenenado. Aún no se adivinaban las cúpulas de la catedral vieja en el horizonte hace hoy cosa de cinco meses cuando el último de nuestros viajes juntos terminó abruptamente bajo las toneladas de hierros oxidados e inmisericordes que se interpusieron en el vuelo que me llevaba a reír con Marieta. Mi viejo, feo, grasiento y ruidoso corsina, con nombre de los Sultans tatuado, que contó ciento setenta mil y no pudo llegar al ciento setenta y uno. Me había llevado a muchos sitios pero a este no quiso llevarme; me ha hecho muchos favores pero este, el último, fue el más grande de todos: carrocería torsionada, motor y caja de cambios desplazadas, radiador y otras mil piezas reducidas a hierros retorcidos. Los pretensores del cinturón disparados. Mi corsina al desguace... y yo sin un rasguño.

Era feo, sí. Viejo, también. Heredado de cuarta mano, puñetero en las visitas al taller y quisquilloso a la hora de pasar la ITV. Pero ahora que ya no lo guardo en el garaje sé lo que siente el capitán de un buque hundido cuando le sé oxidándose en algún desguace.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Fue bonito mientras duró...

Siempre en nuestro corazón!

Besos